Sexualidad y libertad

 dentro de Cultura, Feminismo, Sin Categoría

Mi cuerpo –el cuerpo de las mujeres- no es para vos. No es para tu placer visual ni sexual ni para descargar tus más bajas pasiones. Mi cuerpo es mío, mi placer es mío. El erotismo es nuestro –de las mujeres–. En lo erótico radica nuestro poder.

 

No lo confundás con pornografía, no tiene nada que ver con eso. La pornografía es una de las formas de opresión más destructoras que existen. Es mera sensación: vacía, superficial, sin emoción. Lo erótico, en cambio, nos empodera. Habita en lo más profundo de nuestras emociones y sentimientos, trasciende la racionalidad, define nuestro “yo”. Mientras que vos has adoptado nociones erróneas acerca de las mujeres y has “desarrollado” tu sexualidad por medio de la pornografía prohibiéndonos a las mujeres el erotismo. No te convenía, pensás que no te conviene. Sabés que mucho de nuestro poder radica en ello. Trataste de convencernos –y en algunos casos tuviste éxito– de rechazar esa parte nuestra, de alejarnos de ella, de negarnos nuestras propias emociones, impulsos y satisfacción. Nos convenciste que eran reflejo de una locura que no nos era permitida, de una psicosis, de la “histeria”. Y con ello nos minimizaste.

 

Lo erótico en mí –en nosotras– no existe en función tuya, de los hombres, de nadie. Es parte mía en todo el sentido del “yo”, no se limita al sexo. Tampoco, entonces, es en función de una relación de pareja: de ninguna relación más que conmigo misma. Ante todo, antes que todo, conmigo misma –nosotras mismas–. El erotismo que me caracteriza –que nos habita por naturaleza a las mujeres– no tiene que ver con tus normas, es una descripción de quién soy, de cómo soy, de una tendencia natural a sentir, a disfrutar, a florecer como persona. Mi cuerpo no es tuyo, bajo ninguna circunstancia. Aún si osás a llamarme “tu mujer”, aún si por tu reducida cabeza se cruza la idea de que mi valor es instrumental, que soy de tu pertenencia –vos y tu mentada falacia de la propiedad privada–. No soy tu cuidadora, una máquina reproductora, un punto de descarga sexual, ni la responsable única de la prosperidad de la familia. No está mi rol en la sociedad ligado a ninguna de esas funciones que vos me asignaste, para tu conveniencia, en algún punto de la historia. Podés irte deshaciendo de la idea de que debo –que debemos las mujeres– responder a tus necesidades y deseos. “Tu mujer” no está ahí para satisfacer sus deseos, ni para descargar tu estúpida e inútil agresividad.

Esa fantasía tuya –tus ridículas 50 sombras– son peligrosas. Las relaciones abusivas no nos interesan. Tus listados de requerimientos para el placer nos pueden matar del aburrimiento, la desesperación y la repugnancia. Vos y tu patético cuarto rojo donde no ocurre nada que no gire alrededor tuyo. Ni mi baja autoestima, ni mi timidez o mi aparente intelectualismo te dan la autoridad, ni te van a dejar el camino abierto para la victoria –esa noción deformada que algún punto de tu vida y a partir de tus privilegios adoptaste–. No voy a obedecer tus mandos ni a convertirme en el perro sumiso y fiel con el que has soñado. Tampoco me voy a sacrificar por vos –nadie va a hacerlo, nadie quiere realmente hacerlo– ni sudando mi propio cuerpo ni interviniendo partes del mismo. En este cuerpo, tal como es, reside mi erotismo y mi poder. No voy a bailar frente a vos como mono de circo. El baile erótico me lo guardo para mí, frente al espejo.

 

Pero esas fantasías tuyas, además de desagrado, también nos dan miedo. También tememos por nuestras vidas porque una vez objetivadas desaparecemos frente a vos, estamos ya muertas, y entonces no te importa hacer cualquier cosa con nuestros cuerpos inertes. Lo tuyo es una necrofilia, aunque insistás en llamarle amor. Cómo nos has engañado. Cuántos absurdos nos has vendido y cuánto no has hecho por alejarnos de nuestra propia realización. Incluso nos has puesto a las mujeres en contra. Has usado el erotismo como una muestra de debilidad, de desigualdad, de competencia entre nosotras mismas. Has ejercido tu control creando coaliciones internas, nos alejado de nosotras.

 

Tus códigos no son mis códigos. Puede que tampoco sean realmente los tuyos, pero decidiste adoptarlos e imponérmelos. Asumiste que esa posición de sumisión en la que me colocaste implícitamente eliminaba mi voz. Y con la voz me privaste de mis sentimientos y mis deseos; en el no expresarlos también se borró su posibilidad de existencia. Te  imaginaste un silencio que no existía, aún cuando en algunos casos lo que había eran gritos. Y no escuchaste o lo ignoraste a propósito. Como te volviste sordo a mi voz empezaste a interpretar mensajes en mi cuerpo, en mi vestuario, en mis gestos e incluso en la ausencia de ellos. Decidiste cuándo debía decir “sí”, aún si no decía nada, aún si decía que no. Inferiste de un falso supuesto que me correspondía decirte siempre que sí pues mi papel era el de satisfacerte. Mejor imponerte de aceptar la humillación de ser “rechazado”. Vos y tu ridículo ego.

Se te olvidó por un momento que las mujeres tenemos la libertad de decidir por nosotras mismas cómo vivir, qué tipo de relaciones de pareja queremos sostener y cómo queremos experimentar nuestra sexualidad. El deseo y el placer son parte de lo que nos hace humanos y tener derecho a ello es clave para el desarrollo de nuestra autonomía, aunque de entrada te haga ruido. En cada mujer, claro está, esa autonomía será distinta; no puede definirse como una categoría universal igualmente alcanzable y realizable por todas, pero en esencia constituye la propia libertad y realización personal. El poder que se deriva de esa satisfacción es único porque nos pertenece sólo a nosotras las mujeres, y una vez que la hemos experimentado, sabemos que podemos ir más allá, que ese sentimiento de realización nos empuja a ir cada vez más lejos en todos los aspectos de nuestras vidas.

 

Vos has tendido a pensar en ganancia económica y a fuerza de cifras has querido engañarte a vos mismo de que no vivís tan mal, de que a tu alrededor existe el “desarrollo”. Pero eso no dice absolutamente nada de prosperidad. Prosperar significa asegurar la integridad corporal de las personas, y por la desventaja en que históricamente nos hemos encontrado en muchas culturas, especialmente la de las mujeres. Y no, no hablo de cifras, me refiero a tener oportunidades para la satisfacción sexual y para la libre elección en materia de reproducción, algo tan importante como la capacidad de sentir, imaginar y pensar. Las mujeres empoderadas somos peligrosas, lo sabés. Te salió el tiro por la culata; la opresión y el dominio nos han dado una ventaja, porque a raíz de ello las mujeres somos capaces de ver el mundo de otra manera, de imaginarlo completamente distinto. Vos, acostumbrado a tu trono, sos incapaz de verlo. Tu trono se va reduciendo y no te das cuenta. Mi erotismo es hijo de Eros, producto del caos, la creatividad y el poder. Es la fuerza que nos permite a las mujeres recuperar nuestra voz, nuestra historia, nuestro amor, nuestro trabajo, nuestra realización, nuestra libertad.

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