SOY SAMANTHA

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“Fue un nombre que me dio guerra a mí misma. Yo decía ‘¡ay, Dios mío! ¿qué estoy haciendo?’. Creía que lo que hacía era malo. Cuando me formé descubrí que yo podía decidir cómo llamarme, qué trabajo ejercer y cómo ser una mujer autónoma e independiente. De mí dependía ser feliz”, asegura Samantha Carrillo, al frente de OMES y orgullosa de ser trabajadora sexual. 

La conocí hace muchos años atrás, cuando elaboraba un reportaje para el periódico en el que escribía. El tema abarcaba a varias entidades, una de ellas fue la Organización Mujeres en Superación (OMES), que ya había sonado en los medios de comunicación por impulsar los derechos de las mujeres trabajadoras sexuales; desde ese entonces querían formar un sindicato y lo lograron. Le prometí que algún día regresaría para entrevistarla y contar su historia. Pero esa promesa permaneció archivada por varios años, el destino me alejó de las redacciones hasta estos días donde la vida decidió volver a unir nuestros caminos. 

Llegué a la nueva sede de OMES una de esas mañanas donde no se sabe si el frío nos sorprenderá con alguna blusa sin mangas, o la lluvia nos pescará sin sombrilla. Me abrió la puerta una señorita que me invitó a tomar asiento en lo que llegaba la líder de la organización, Samantha Carrillo. “Yo a vos como que te conozco”, fue el saludo con el que me recibió. Con su actitud alegre, voz pausada, sentido del humor y la paz que transmite quien se sabe segura de sí misma compartió su historia de lucha.

Muchos años antes de ser llamada Marisol o ser llamada Samantha, Rosa Adriana López Carrillo de Marroquín nació y creció en la zona 18, en la Colonia Juana de Arco. 

“Desde que tengo noción de vida y conocimiento me supe una niña muy amada y querida por mi familia: mi mamá y tres hermanos, dos hombres y una mujer. No carecí de afecto a pesar de que mi mamá era una persona muy trabajadora. Desde que salía el sol hasta que entraba la noche se iba a laborar a una pastelería, también estuvo en una panificadora y por 24 años trabajó en el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS). Estaba pendiente de las necesidades de sus hijos. Por un tiempo vivimos con mis abuelos hasta que mi mamá compró una casa y nos marchamos. Desde pequeños nos enseñó a ser autónomos e independientes”. 

Hace una pausa y recuerda aquellos días, de vez en cuando trata de recordar con precisión algunos detalles. A sus 36 años es muy expresiva, mueve las manos al momento de narrar su historia y sus uñas rosa brillante dejan una estela. Su cabello es corto, teñido de rubio y sus ojos brillan al hablar.

“A los 16 años tuve a mi primera hija. Mi mamá nos inculcó ser responsables y trabajé de todo: en una panificadora, de recepcionista, empacadora e impulsadora. También vendí pollo y verduras en un mercado. Tuve salarios con prestaciones laborales y otros donde no había garantía de continuar. Yo siempre he tenido metas propias y me estaban pagando poco, además, tenía otra boca que alimentar. Mi hija necesitaba, leche, pañales…

Hace más de dos décadas, el salario mínimo ascendía a Q1,700 y era difícil encontrar lugares que lo pagaran. Al cumplir los 18, ¿19 tal vez?, pasé frente a una ‘casa cerrada’”. 

  • Oiga, ¿puedo saber de qué se trata el trabajo?, le pregunté a la dueña,
  • Mirá aquí tenés que estar a las 8:00 a.m., cerramos a las 7:00 p.m. Ganás según lo que cobrés, lo que sirvás, me respondió.

“Fue como cualquier otro trabajo, ‘probaré, a ver si llena mis necesidades económicas’, pensé. Pasó el tiempo, al principio solo decía, ‘adiós, ya me voy a trabajar’ y me iba. El salario mínimo lo conseguía en una semana”.

LA SALA

Cuando empezó a ejercer como trabajadora sexual, Samantha había cursado hasta sexto primaria. Su mamá la había matriculado en básicos, pero ella decidió no continuar. En este punto de la entrevista, saca un libro que la Red de Mujeres Trabadoras Sexuales de Latinoamérica y el Caribe (RedTraSex), integrada por 13 organizaciones de mujeres de distintos países, imprimió para sus colaboradores. Ahí figura su fotografía, sonriente, con una blusa negra y el logo de OMES. “Puedo decir que antes de OMES yo era otra persona. En primer lugar, me llamaba Marisol y no tenía ninguna idea de absolutamente nada. No tenía conciencia de mis derechos, no tenía idea de ningún tipo de prevención, ni estaba enterada que lo que hacía se llamaba ‘trabajo sexual’”, se puede leer en el primer párrafo que narra su testimonio en la publicación.

“Es difícil creer que lo que haces es un trabajo por el estigma social, por la recarga moral que las personas te echan encima. La gente, la sociedad, incluso tus amigos te ven feo. Pero encontré la autonomía y amor a mí misma por lo que creía y creo es un trabajo. Trabajo que me ha llenado de experiencia y de valor. Yo dignificaré la labor que ejerza sin importar la circunstancia, le doy valor a lo que hago sin esperar que nadie más lo haga.

Pasó el tiempo y conocí el proyecto La Sala, donde una psicóloga y una educadora nos brindaban información y educación para prevenir VIH e infecciones de transmisión sexual. Hablábamos de protección y salud. De esa iniciativa nació OMES.

En 2004 mi mamá no sabía a lo que me dedicaba y le conté: ‘Mami, mis compañeras me eligieron como representante del grupo en un taller en Venezuela (ese sería el primero de muchos viajes por distintas ciudades de América, desde Washington hasta Brasil). Es para el fortalecimiento de líderes’. Tuve que sacar pasaporte, tramitar visa y preparar material y se lo conté. Al inicio ella se mostró sorprendida, por falta de conocimiento pensó que lo que hacía no era adecuado. Ya me entrevistaban en televisión para ese entonces”.

Samantha regresa del taller y ya no hubo vuelta atrás. Ella y el resto de personas que formaban el proyecto La Sala querían tener personalidad jurídica. En su viaje conoció a otras representantes de RedTraSex y ellas se autonombraban trabajadoras sexuales. Quería que también se les llamara así en Guatemala, porque en ese entonces, se les llamaba mujeres en contexto de prostitución.

“No era solo sentirme autónoma en el trabajo, tenía la responsabilidad de formarme políticamente y forjar una identidad que me diera el valor de lo que hacía. También caí en cuenta que al hombre no se le señala por demandar un servicio, pero a la mujer sí por prestarlo. Conocí términos como machismo, estigma y discriminación. Si era una persona que decidía ejercer el trabajo sexual era criminalizada por mala, sucia, pecadora y aún no figuraba la perspectiva de derechos laborales. Hasta se cree que estamos en este empleo porque fuimos víctimas de algo en la niñez”.

NUEVAS OPORTUNIDADES

  • Fíjese que a donde voy, en La Sala, me dieron la oportunidad de seguir estudiando.
  • ¡Qué bueno! ¿Y qué días vas?
  • Los sábados.
  • Ahhh, pero ese día es cuando hay más gente.
  • Sí, pero como ya me toca estudiar por madurez, solo los sábados hay.

“La dueña me permitió llegar a las dos de la tarde, me dijo que lo mejor que podía hacer era estudiar”.

Se graduó de bachiller y también de Maestra de Educación Popular en un programa de la Universidad de San Carlos de Guatemala y el Instituto Guatemalteco de Educación Radiofónica (IGER). Es consultora independiente para capacitación y formación de adultos en temas de estigma, discriminación, VIH y derechos humanos. 

“No me salí de ejercer el trabajo sexual. Es lo mejor que me pudo pasar en la vida laboral y ahora lucho por reivindicar esa posición. Conocí personas como Yanira Tobar que fue mi empuje para no renunciar. Hay un momento en el que flaqueas porque te cansas de que la gente te grite y humille. Ella me decía que las personas hablaban de nosotras porque no nos conocen, no saben cuáles son nuestras necesidades, no saben que somos mamás que luchamos día a día por nuestros hijos, y lo que buscamos es respeto”.

Samantha cuenta que a su mamá la molestaban en su trabajo, “aahhh, tu hija la prostituta”, le decían y ella los corregía, “mi hija es trabajadora sexual y defiende a sus compañeras, está ahí por decisión propia”, respondía. De alguna forma, ella fue su compañera de lucha “porque, a pesar que nunca se paró a gritar a la par mía, siempre estuvo a mi lado, siempre me apoyó. Al igual que mis hermanos”.

Samantha se sabe alguien en la vida, alguien que construyó a la mujer que quiso llegar a ser, alguien que decidió el trabajo que quiso ejercer.

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