WOMAN TO WATCH: ALEJANDRA COLOM
Antropóloga y catedrática universitaria, becaria Fullbright y mujer curiosa. Desde su pluma narra cómo nació su amor por la investigación, academia y su compromiso por formar a otras personas a retarse a sí mismas y cambiar realidades.
Me llamo Alejandra Colom Bickford, tengo 44 años. Siempre me han dicho Ale. Tengo un hermano y una hermana menores que yo. Mis padres esperaban que fuéramos responsables y buenos estudiantes desde pequeños. Nunca nos dejaron ganar en los juegos de mesa ni nos dijeron que algo estaba bien o lindo si no les parecía así. Los berrinches nunca funcionaron. Creo que esto nos hizo ser como somos. Mi hermano es ingeniero mecánico y mi hermana, médica.
Supe que quería ser antropóloga el último año de magisterio, pero las personas y su forma de vida me han intrigado desde siempre. La antropología es la carrera perfecta para alguien que vive en curiosidad permanente. También para quien piensa que nuestro sexo y nuestro género no debería representar una limitante para ser quien queremos ser. Tengo la suerte de trabajar en mi profesión, tanto como directora de país para el Population Council en Guatemala, donde nos dedicamos a la investigación social alrededor del mundo, como en mi papel de profesora en la Universidad del Valle (UVG). Además de que sea mi profesión, la antropología es un elemento clave de mi identidad como persona y como guatemalteca.
La primera memoria que tengo de mi curiosidad por la gente, y las diferencias, fue durante unas vacaciones cuando tenía tres años y mi niñera era una adolescente de Boca del Monte. Ahora sé que ella era una niña también, pero mi memoria de Vero era que era grande. Vivíamos en la zona 13. Cuando mis papás se iban al trabajo, ella y yo nos íbamos a la Avenida Hincapié para tomar la camioneta a su casa. Pasábamos ahí toda la mañana y regresábamos a tiempo para el almuerzo. Mis papás no sabían nada de esto y a mí no se me ocurrió contarles porque me parecía la mejor aventura posible. La familia de Vero vivía en un callejón de tierra y su casa era de tablas y lámina. Tenían pollos. En mi primera visita me ofrecieron una tortilla. Pedí mantequilla. Vero me dijo que en su casa no había, sólo sal. Su respuesta me impresionó. Fue la primera vez que me pregunté por qué algunas personas no tenían cosas que yo consideraba normales, como la mantequilla. Crecer en Guatemala hizo que mi curiosidad sobre las personas muchas veces me llevara a tratar de entender la pobreza. Un par de años después de la aventura en Boca del Monte concluí tres cosas importantes que han guiado muchas de mis decisiones: quería trabajar en algo útil, sobre todo algo que lograra que más niños y niñas vivieran mejor; quería un trabajo que me permitiera viajar por el mundo, y quería que me pagaran para hacerlo. Cuando decidí ser antropóloga lo hice pensando que las ciencias sociales debían ser útiles para resolver algunas de las preguntas que me hice creciendo, pero también era una carrera que prometía conocer el mundo. Pronto me di cuenta, de lo poco que sabía, y de los prejuicios con los que las personas ladinas de la capital crecemos, y seguimos viviendo, y de lo difícil que es adaptarse a otros lugares. Me encantó.
Fue difícil convencer a mi familia de que era seguro estudiar antropología en los años 90. Los únicos que apoyaron mi decisión inicial fueron mi abuela, quien dijo que era “una decisión muy sensata” y mis tíos que vivían en México, exiliados. Ellos, aunque no eran antropólogos de profesión, leían y sabían mucho del tema. Las preguntas de los demás no eran sobre de qué iba a trabajar, que es la pregunta más común. Creo que asumieron que podría trabajar de maestra de primaria. Su preocupación era más por el riesgo que conllevaba estudiar temas sociales en un país que aún no firmaba la paz. Tuve que resistir por un tiempo. El primer trabajo de campo, en la Sierra de las Minas, fue el más difícil para todos. No había cómo comunicarnos, nos quedábamos por un mes allá, sin carro. Después trabajé en otros lugares lejanos como Timor Leste y África Central y Occidental.
He tenido la suerte de encontrar mentores y mentoras que han influido en mi carrera y mis decisiones de vida en general. En el colegio Monte María fueron dos maestras de estudios sociales, Claudia Samayoa y Mirna de Acevedo, quienes alimentaron mi enorme curiosidad por estos temas y también desafiaron mis paradigmas de ese entonces. En la universidad, los Dres. Didier Boremanse, Nancie González y Linda Asturias fueron claves en mi formación antropológica. También me motivaron a seguir estudiando y así llegué con una beca Fulbright a la Universidad de Maryland. Allá hice una maestría en antropología aplicada con varios de los antropólogos que impulsaron esta rama de la antropología en Estados Unidos. Ellos siguen influyendo mi trabajo y mi participación en ese tema. Cada año viajo con varios estudiantes de UVG a la reunión anual de la sociedad de antropología aplicada, en donde han conocido a estos mentores. Igual que mis maestras del colegio, mis mentores de UMD han sido importantes en mis decisiones de vida, más allá de mi carrera profesional. Mike Agar, Erve Chambers, Michael Paolisso y Judith Freidenberg han sido constantes en mi vida dándome valor para hacer buena ciencia sin dejar de ser irreverente y desafiar el status quo en academia.
Leo mucha antropología para mantenerme al día y para dar clases. Leo ficción y veo películas para descansar de la realidad que estudio día a día. Soy fan de Star Wars, Harry Potter, Stranger Things, por ejemplo. Cuando viajo de trabajo a Nueva York voy a ver musicales. También me encanta leer New Yorker, Harpers y The Atlantic por la calidad de escritores que tienen y los temas que abarcan. Me gustaría escribir como ellos. Leer siempre me ha ayudado a sobrellevar experiencias de vida desafiantes, como los cuatro años que viví en la República Democrática del Congo, en donde hice los trabajos de campo más difíciles de mi vida. Allá me enfoqué en la relación de las poblaciones rurales con los recursos naturales. También inicié mi trabajo doctoral sobre los conservacionistas en esa región.
Mi formación como antropóloga aplicada me ha permitido trabajar en temas que pienso que son importantes en Guatemala y otras regiones. El tema ambiental y su vínculo con las personas ha sido siempre de mi interés, al igual que la investigación que permita desarrollar programas para mejorar el acceso de personas vulnerables a servicios y oportunidades. En el Population Council mis colegas y yo dedicamos un buen porcentaje de nuestro tiempo al trabajo con niñas adolescentes rurales. Apoyamos el trabajo de redes de mentoras, mujeres jóvenes indígenas que desarrollan actividades de aprendizaje y empoderamiento bajo la sombrilla del programa Abriendo Oportunidades. Mi trabajo allí es apoyar estos esfuerzos, coordinar el trabajo con mis colegas y recaudar fondos para mantener las actividades en las comunidades. A la fecha hemos trabajado con unas 15,000 niñas adolescentes y apoyado la formación de redes de mentoras en varios municipios de Guatemala. Nos hemos ampliado a Belice y apoyamos el trabajo de colegas en Yucatán. En Honduras estamos evaluando un programa municipal de niñez, adolescencia y juventud. Queremos que todas nuestras propuestas programáticas estén sustentadas por evidencia. Nos importa mucho demostrar que nuestros enfoques funcionan.
En la universidad mi objetivo principal es formar nuevas generaciones de científicos sociales con excelentes habilidades de investigar y aplicar sus conocimientos. Lo que me hace más feliz es ver graduados ocupando puestos donde colaboran a mejorar la ciencia y el desarrollo de proyectos de forma ética y con mucha calidad. Muchas son mujeres, así que las discusiones en clase tratan sobre cómo desempeñarse en un contexto que, primero, no termina de comprender qué es la antropología y por qué es importante en Guatemala y, segundo, cómo se puede ser mujer profesional asumiendo la responsabilidad de erradicar el machismo y todas las formas de violencia basada en género que nos afectan a todas.
Estoy convencida de que el empoderamiento es más efectivo si lo hacemos en grupo. Necesitamos masas críticas que mujeres que se animen a desafiar el status quo. Nunca existirá el “momento perfecto” para hacerlo ni podemos esperar a que suficientes hombres se alíen a la lucha. Pienso que debemos ir sumando y que la educación es importante para esto. También que debemos ser directas y explícitas para denunciar machismos en nuestro día a día. Así como hablamos y trabajamos esto con mis estudiantes y colegas en la ciudad, apoyo a las jóvenes de Abriendo Oportunidades que se dedican a esto en lugares como Chisec y Totonicapán. Ellas son mis heroínas pues trabajan en condiciones donde son muchas veces las primeras mujeres de su comunidad en estudiar secundaria, trabajar fuera de casa, y ejercer sus derechos. Estoy segura de que, a su edad, yo no hubiera sido capaz de desafiar tantos prejuicios y riesgos para que las niñas de sus comunidades sepan y tengan acceso a más oportunidades de estudiar y vivir vidas dignas y felices.
Siempre he pensado que, a más oportunidades, más responsabilidades, y soy consciente de que he sido muy afortunada en un país en donde la mayoría de niñas que nacieron el mismo año que yo apenas pudieron estudiar y ni siquiera sabían que tenían derechos. Muchas ya son abuelas, muchas sufren violencia doméstica, otras, más cercanas a mí, no contaron con el apoyo necesario para optar por carreras y caminos distintos a los de sus madres. No sé qué tanto impacte mi vida a otras mujeres, pero espero que el trabajo que hacemos con mis colegas, estudiantes y amigas abra espacios más seguros y más igualitarios para otras. No puedo imaginar una vida diferente a esta.