Ana María Urruela: más de dos décadas devolviendo el esplendor a La Merced
En el corazón de la Ciudad de Guatemala, la iglesia de La Merced se levanta como uno de los máximos exponentes del barroco guatemalteco. Sus muros, bóvedas y claustros han sido testigos de más de dos siglos de historia y, desde hace más de veinte años, son también el escenario de un meticuloso proceso de restauración, liderado en buena parte por la labor incansable de Ana María Urruela, desde la Academia de Geografía e Historia, en colaboración con un equipo multidisciplinario de especialistas.
El proyecto abarca mucho más que pintura y reparaciones: significa rescatar retablos cubiertos de oro, limpiar delicadas piezas de plata que han acompañado siglos de liturgia y devolver el esplendor a vestiduras sacerdotales bordadas a mano con hilos de oro que, bajo la luz, revelan la maestría artesanal de antaño. Cada fase es un acto de paciencia y precisión, un esfuerzo que combina conocimientos históricos, técnicos y artísticos para preservar un templo que es al mismo tiempo patrimonio cultural y símbolo espiritual de la ciudad.
Un templo que guarda siglos de historia
La Merced no es solo un edificio, es un testimonio de la fe y la cultura de Guatemala. Su arquitectura barroca, la fachada y el claustro, que abrazan silenciosamente el centro del conjunto, han sobrevivido a terremotos, cambios políticos y al paso inexorable del tiempo. Sin embargo, como explica Ana María, el verdadero tesoro está también en lo que no siempre se ve: “Las piezas de plata, los retablos, las vestimentas… cada uno cuenta una parte de la historia”.
Entre los objetos más impresionantes están las custodias y los cálices de plata trabajados con finísimo detalle, así como trajes litúrgicos confeccionados hace siglos, en los que todavía se pueden apreciar hilos entretejidos con delicadeza. Estos elementos no son simples ornamentos: forman parte de la liturgia viva del templo y de la memoria visual de la comunidad.
Cuando Ana María habla del trabajo en La Merced, no lo hace en términos de prisa ni de plazos cortos. La restauración —señala— es un proceso continuo, casi orgánico, que avanza fase por fase. Se han recuperado bóvedas, consolidado muros, limpiado retablos y protegido obras que estaban en riesgo de deterioro irreversible. “Cada etapa requiere su propio ritmo”, explica. “No es solo cuestión de reparar, es entender la técnica original y respetarla”.
Su papel ha sido coordinar esfuerzos, gestionar recursos y, sobre todo, garantizar que cada intervención se realice con rigor histórico. Desde la Academia de Geografía e Historia, ha reunido a restauradores, ingenieros, historiadores del arte y especialistas en conservación para que cada decisión sea sustentada en investigación.
El trabajo en La Merced se complementa con la labor de investigación y documentación. Ana María se describe con humor como “rata de archivo”, y es que buena parte de su tiempo la dedica a revisar documentos antiguos, inventarios y registros que ayudan a entender qué piezas existieron, cómo eran y en qué estado se encontraban. Esta información es vital para orientar la restauración y, en algunos casos, para recuperar piezas extraviadas o dañadas.
La documentación también incluye fotografías de alta calidad y publicaciones que permiten difundir el valor del patrimonio. “No todas las iglesias tenían el registro que estamos haciendo nosotros”, afirma. “No todas han publicado sus libros para que la gente vea lo que hay… eso es lo que a mí más me gusta”.
Aunque La Merced es uno de los proyectos más emblemáticos, la labor de Ana María y su equipo se extiende a otros templos. Han trabajado en iglesias como las Capuchinas, una construcción pequeña pero con imágenes extraordinarias y han registrado bienes en diferentes parroquias del interior del país.
En cada caso, el enfoque es el mismo: entender el contexto histórico, la función litúrgica de cada objeto y su valor artístico. Para Ana María, esta labor es también una forma de acercar la historia al presente, conectando a las comunidades con su propio patrimonio.
Los viajes han sido una fuente constante de aprendizaje. En sus recorridos por España, Alemania, los Países Bajos e Italia, Ana María ha observado con admiración cómo incluso las iglesias más pequeñas cuentan con talleres de restauración propios dotados de especialistas en arte, teología y conservación. “En muchísimos lugares, todas las iglesias, aunque sean pequeñitas, tienen su taller de restauración… yo quisiera aquí eso mismo”, dice.
Estos talleres no solo preservan el patrimonio, sino que involucran a jóvenes aprendices, asegurando que el conocimiento se transmita. En Guatemala, ese modelo aún no está extendido, pero confía en que se puede lograr. “Todavía no… pero estamos empujando. Con los cursos que vamos a dar después de esta rehabilitación del claustro y del taller, esperamos inspirar a otros”.
La Academia y la formación de nuevos custodios
Desde la Academia de Geografía e Historia de Guatemala, Ana María ha impulsado programas formativos que buscan crear conciencia y habilidades para la conservación. Los cursos abarcan desde arquitectura de templos hasta arte eclesiástico y están abiertos no solo a estudiantes de universidades como la del Valle o la Landívar, sino también a cualquier interesado.
En ellos participan expertos como Guillermo Aguirre y el objetivo es claro: que el conocimiento llegue a quienes estarán a cargo del patrimonio en el futuro. Su mayor sueño en este sentido es llegar al seminario donde se forman los futuros sacerdotes para que desde su formación inicial aprendan a valorar y cuidar el arte religioso. “Si eso sucediera, tendríamos excelentes conservadores del arte eclesiástico”, afirma.
Ana María es consciente de las críticas que algunos hacen a la inversión en restauración: “¿Para qué tanta imagen? ¿Para qué gastar en eso?” Para ella, la respuesta está en el significado: “Una imagen per se es una lección… te cuenta la vida que representa, cómo esa vida de ese santo está relacionada con su orden, dónde surgió, cuándo surgió y cómo vino a Guatemala. Está todo interrelacionado”.
En ese sentido, conservar el arte religioso no es un lujo, sino una forma de preservar la memoria cultural y la identidad de las comunidades.
A lo largo de su carrera, Ana María ha recibido varios reconocimientos, incluido uno muy especial: la Medalla de la Iglesia Católica, otorgada en la Catedral Metropolitana. Pero siempre insiste en que estos logros no son solo suyos: “Yo no sería nadie sin todos ellos”, dice refiriéndose a colegas y colaboradores como Leonor Díaz de Minondo, Arturo Cepeda o Luis Móvil.
El trabajo de restauración de La Merced continúa. No hay una fecha final marcada, y quizás esa sea su mayor fortaleza: la conciencia de que la preservación del patrimonio es un esfuerzo permanente. Cada pieza limpiada, cada muro reforzado y cada archivo documentado son pasos hacia la misma meta: que el templo siga siendo un lugar de fe y belleza para las generaciones futuras.
Ana María lo resume con serenidad: “Eso es lo que yo quisiera”. Y, mientras lo dice, queda claro que no es solo un deseo, sino el propósito de toda una vida dedicada a custodiar el arte sagrado de Guatemala.

