Molly Berry: Dejarse tejer por la inquietud creativa
La vida de Molly Berry ha estado marcada por las inquietudes propias del impulso creativo. Originaria de San Francisco, California, fue la menor de cuatro hermanos. Aunque no creció viajando mucho ni visitando otros lugares, tuvo una infancia alegre y siempre estuvo muy unida a su familia. Durante su adolescencia, experimentó con diversas expresiones artísticas que fluían entre la fotografía, la escritura y la actuación; fueron estos trabajos tempranos los que le permitieron armar un portafolio y solicitar admisión en el Departamento de Artes y Culturas Mundiales de la UCLA. Apasionada y profundamente involucrada en sus intereses creativos, ingresó al programa tras una entrevista con el director. Su experiencia en UCLA fue el primer paso para comenzar a conocer el mundo fuera de su lugar natal, no solo porque se trataba de una universidad internacional, sino porque todo el tiempo ocurrían eventos simultáneos que ampliaban su visión.
Sus veintes fueron un continuo proceso de exploración por diferentes caminos y de apertura para descubrir más sobre aquello que la interpelaba. Por eso, a pesar de que no tenía idea de lo que podía hacer al graduarse con una especialización de este estilo, Molly se sentía profundamente conectada a sus estudios. Mientras cursaba el tercer año de universidad, tomó una decisión que cambiaría su vida: irse a vivir al extranjero. Fue así como se mudó a Brighton, en Reino Unido, donde pasó quince meses estudiando en un programa llamado Cultura y Comunidad. Apegada a las artes, las culturas y las comunidades diversas del mundo, su formación le permitió establecer los primeros contactos con otras formas de organización y expresión de la vida. Al volver a Los Ángeles para su último año de carrera, estudió italiano con intensidad, motivada por la fascinación de haber conocido Europa, especialmente Italia, donde planeaba mudarse una vez se graduara.
Molly estaba decidida a seguir cultivando su creatividad, haciendo cosas que le importaran, aprendiendo idiomas y conociendo otros lugares. Fue una época de altibajos, ya que al mismo tiempo necesitaba pagar sus deudas estudiantiles. Se resistió a aceptar que la única posibilidad para ella fuera un trabajo de oficina en un horario demandante que no le pagara lo suficiente. Prefería los trabajos a tiempo parcial, donde podía tener flexibilidad con sus horarios y tener la oportunidad de viajar. Corría el final de los noventa e inicios de los dos mil: el acceso a internet aún era muy limitado, y las redes sociales todavía no veían su apogeo; por lo que, pensar en construir marcas o trabajar creativamente por ese medio todavía era una idea muy lejana. Esta situación la retó para buscar activamente formas de conseguir dinero sin renunciar a su independencia, protegiendo su tiempo y su energía creativa.

Luego de vivir unos años en Italia, volvió a Los Ángeles, donde se inscribió en un programa de teatro, consiguió un agente y se dedicó a la actuación. Si bien resultaba maravilloso explorar esta nueva área, también se enfrentó al rechazo y a la incertidumbre de no saber cuándo ganaría dinero nuevamente. Fue entonces cuando el llamado del diseño le mostró nuevas alternativas. Molly solía hacer joyas y lucirlas cada vez que iba a una audición. Esto llamaba la atención de las personas, que le preguntaban dónde había conseguido sus aretes. Parecía que, aunque ella quería ser actriz, había otras prácticas pidiéndole respuesta. Así, comenzó a vender las joyas que hacía, convirtiéndolo en un trabajo secundario. Tras cuatro años de vivir en el mismo lugar, reaparecieron aquellas preguntas que han insistido a lo largo de su vida: “¿Qué hago aquí?, ¿esto es lo que quiero para mi vida?”
Como toda persona creativa, Molly se ha encontrado siempre inquieta por hacer cosas nuevas, por crear y desplazarse hacia sitios diferentes. “Era como si lo hiciera todo pero no lo suficiente. Me costaba mucho concentrarme, y sigo siendo así: hago muchas cosas. Siempre quiero empezar un nuevo proyecto”, expresa. De esta forma, el tiempo en los Ángeles llegó a su fin. Aunque le encantaba vivir ahí y tenía una comunidad muy hermosa, Molly sentía la necesidad de aclarar qué quería hacer en ese momento y comprometerse con ello. Una vez más, volvió al área de la bahía en San Francisco, donde comenzó a dar clases extracurriculares de teatro en una escuela primaria. El espacio educativo que compartía con niños seguía siendo una práctica creativa que, además, le permitió construir comunidad desde su trabajo, algo que echaba de menos cuando hacía joyas o se dedicaba a la actuación.
No solo encontró en este ambiente un sitio divertido que armonizaba con sus pasiones, sino que fue una época interesante en la que obtuvo las herramientas para darle estructura a su vida. Mientras trabajaba a tiempo completo, inició una maestría en la que obtendría su credencial como maestra, estudiando por las noches y los fines de semana. Esto silenció por un tiempo aquellas ideas que la hacían cuestionarse sobre sí misma. También fue la época en la que comenzó a salir con su ahora esposo, Juan, su amigo de la infancia y quien jugó un papel importante en el rumbo inesperado que tomó su vida los siguientes años. Para ese momento, Juan llevaba once años trabajando en posproducción dentro de la industria cinematográfica y, aunque era realmente bueno en lo que hacía, se estaba agotando de este empleo. Y fue precisamente unos cuantos meses antes de casarse, cuando Juan tomó la decisión de renunciar.

Ya que él es de Guatemala, su interés estaba en aprender más sobre la granja que ha pertenecido a su familia por generaciones y que sus padres recién habían comprado. Se trata de un terreno que fue progresivamente replantado con maderas tropicales en peligro de extinción, no solo con la intención de generar un impacto ambiental, sino también como una inversión a largo plazo. Así que Juan comenzó a buscar programas de forestry que le permitieran trabajar en agroforestería, un campo muy distinto al suyo. Para Molly, estas decisiones implicaron una serie de cambios que desembocaron en un viaje a Panamá durante las vacaciones de primavera gracias a que a Juan le ofrecieron una pasantía pagada en ese país. Por lo tanto, ella también hizo entrevistas con escuelas internacionales en la Ciudad de Panamá y consiguió trabajo como maestra.
En julio de ese año se casaron y se mudaron a Casco Viejo, una antigua península colonial en la que planeaban quedarse un año, pero finalmente fueron cuatro. A pesar de que Molly no hablaba español ni conocía a nadie en Panamá, encontró en este lugar muchas posibilidades para conectar con otras personas, con el entorno y consigo misma. Hoy en día, sus mejores amigos son las personas que conoció en esa época. Durante el primer año de vivir ahí, quedó embarazada de su hijo, Joaquín. Cuando nació y pasaron las seis semanas del permiso de maternidad, Molly recordó por qué rehuía de trabajar para alguien más. La idea de dejar a su hijo se mezclaba con lo exhaustivo y mal remunerado que es el oficio de maestra. Esto la trajo de vuelta a la creación y diseño de joyas. Al mismo tiempo, la belleza de Casco Viejo la impulsó a reconectar con su amor por la fotografía; empezó a tomar fotos de su barrio y a subirlas a Instagram.
Este fue un punto de partida para lo que vendría después. Aunque todavía no ganaba dinero con su actividad en redes, sí que estas se tornaron en un espacio en el cual podía dejar registro de lo que veía y hacía en este lugar, tan distinto del que creció. No solo eso, comenzó a escribir un blog que le permitió empezar a descubrir cómo podía hacer dinero con aquello que la movía. De esta forma, decidió enseñar actuación por medio de talleres para los niños del barrio. Pronto, Molly estaba ganando el doble de dinero que ganaba como maestra. Tiempo después, se mudó con su familia a Guatemala, con el objetivo de llevar a cabo el plan de Juan: continuar con la reforestación y hacer de la granja un negocio.
Los textiles siempre han fascinado a Molly, pero no fue hasta que se mudó al país y comenzó a conocer directamente a los artesanos —y, posteriormente, a colaborar con ellos— que se percató de que los tejidos también podían ser un vehículo para enfocar y plasmar todas sus ideas. De hecho, entró al mundo de los textiles porque ella misma quería decorar la casa en la que vivía en Antigua. Molly quería un cubrecama tejido para su habitación; sin embargo, tenía en mente unos colores bastante específicos, por lo que era difícil de encontrar. Eventualmente, mientras buscaba en el mercado, un hombre le ofreció la posibilidad de intentar hacer el producto si ella dibujaba su idea. Y así fue: hizo un dibujo sencillo de lo que había imaginado. Unas cuantas semanas después, tenía en sus manos un hermoso cubrecama tejido.
De esta experiencia brotó, por primera vez, la idea de armar un negocio en el cual Molly pudiera ser el puente entre artesanos y diseñadores de otros lugares para crear nuevos productos tejidos. Pero como en ese momento estaba a punto de tener a su segunda hija, Hazel, no tenía capital para empezar un negocio. Sin embargo, la oportunidad se presentaría de manera mucho más orgánica. Un día, Molly tomó una fotografía de su hijo, Joaquín, dormido sobre el cubrecama, y la subió a su Instagram. Al poco tiempo, una diseñadora de interiores y arquitecta que conocía de Casco Viejo vio la foto y le escribió para expresarle su interés en cubrecamas que se vieran como el de ella, ya que estaba encargándose de la remodelación de un hotel. Así fue como Molly asumió el rol de poner en contacto a los tejedores con los compradores. Usaron su diseño para hacer quince cubrecamas y los enviaron a Panamá.

Nace Luna Zorro, un nombre inspirado en el de sus hijos: Hazel Moon y Joaquín Fox. Sin saber bien cuál sería el mercado, el producto o el espacio de venta, Molly registró el nombre de su marca, hizo etiquetas y empezó el estudio. Simplemente dejándose guiar por su intuición. Esto dio paso a un proceso de lento descubrimiento sobre las posibilidades de crecimiento de este nuevo proyecto. Empezaron haciendo sets de toallas de playa, sobre las que Molly tomaría y compartiría fotos o hablaría sobre los artesanos. De este modo, la gente se interesaba por el producto y ella explicaba cómo adquirirlo. Así es como Luna Zorro fue creciendo progresivamente. Un reconocimiento de este crecimiento es que, al año y medio recibieron un pedido realmente grande: 950 toallas de playa tejidas para un hotel en Los Cabos. Si bien, para Molly, Luna Zorro se articuló como un espacio en el cual pudo canalizar toda su creatividad y energía, también pensó en las relaciones que quería cultivar con los artesanos y tejedores.
Es claro que, en Guatemala, la discriminación y la desigualdad de oportunidades están arraigadas en lo más profundo del tejido social, algo muy presente para las comunidades originarias en el día a día. Molly ha sido consciente desde un inicio de no querer reproducir estas dinámicas, por lo que su intención con el estudio es que fuera un espacio de diálogo. Un sitio en el que las personas puedan involucrarse en el aprendizaje de los procesos de creación de los tejidos, conversar con los artesanos y, de ese modo, el valor del producto se eleva por sí solo, sin necesidad de instrumentalizar sus historias como estrategias de marketing.A Molly no solo le interesa dar valor a los textiles en tanto productos funcionales y estéticamente bellos que pueden ocupar un lugar especial en la casa de alguien. También entiende que es importante dar más valor humano a lo que se está haciendo; es decir, al talento y la creatividad de los tejedores.

Su relación con ellos se ha basado en la intención de crear redes de colaboración en la que ambas partes puedan obtener un beneficio económico. Empezó a conocer a los artesanos hablando con la gente, preguntando quién tejió tal cosa. Luego los conoció personalmente y comenzó a trabajar con ellos, primero en un cooperativo y luego individualmente, especialmente con mujeres tejedoras. Para Molly, el proceso de tejido es sorprendente por su complejidad. El tejido es un conocimiento heredado y artístico: un talento que no se aprecia lo suficiente. Usualmente, el proceso de trabajo de Luna Zorro parte de los diseños de Molly y se expande en el intercambio de ideas y sugerencias de los tejedores, quienes siempre están dispuestos a experimentar con nuevas posibilidades dentro de las técnicas del tejido. El trabajo de Molly se trata de alcanzar las redes de mercado para vender el producto y también en diseñar objetos que la gente quiera tener en su habitación… pero hechos a mano.
La cultura del tejido también interpela la forma en que nos relacionamos con la naturaleza, no solo porque las culturas mayas se vinculan con ella desde nociones como la armonía y el buen vivir, sino también porque su relación con los textiles implica atender a procesos naturales. Así, teñir los hilos con elementos como el aguacate, la cochinilla o la cúrcuma permite relacionarse con la materia de otro modo. Para Molly, hacer este tipo de talleres en el estudio con los artesanos y otras personas es una forma de replantearse la conexión que se tiene con la tierra y otros modos de vida. Este negocio ha retado a Molly a aprender muchas cosas en el proceso. Cuando era estudiante, había gente que le preguntaba en tono de burla: “¿Qué vas a hacer?”, aunque a ella no le importaba, pensaba: “No lo sé”. Pero hoy, veinticinco años después, mira hacia atrás y todo cobra sentido. Todavía hay momentos —cuenta Molly— en los que no sabe exactamente qué está haciendo, pero se ha dado cuenta de que esa experiencia es parte del trabajo creativo. Su camino se ha entretejido con el de los artesanos, quienes expanden su potencia creativa a través de estos encuentros.